Le llamaré Ramesh por aquello de
mantener su anonimato. Llegó a nuestra casa hace unos meses. No pasó por
nuestros campamentos vocacionales pero ante la insistencia de su párroco lo
admitimos como aspirante. A los dos días de tenerle con nosotros supe que lo
que quería el párroco era quitárselo de encima porque el chaval era un trasto…
de esos que tiran petardos en mitad de la misa para tocar los trigéminos al
personal o de esos que estropean la foto porque no quieren salir en ella.
Los primeros meses de Ramesh en
nuestra casa de formación fueron cuanto menos, curiosos; cada vez que se le
preguntaba algo en inglés él se reía y no pronunciaba una palabra; cuando había
que estudiar, miraba a los apuntes como si se tratara de un enemigo personal.
En mi primer examen intentó copiar, digo intentó porque no llevábamos ni dos minutos de examen y cantaba que el chaval estaba a por uvas. Cuando le pillé y
le dije que se fuera a copiar la chuleta cincuenta veces ni se inmutó… se fue, se
sentó fuera y se puso a copiar. Reconozco que mi primer impulso fue
merendármelo o mandarlo a paseo o a su casa, pero había algo que no cuadraba…
compartí el episodio con un buen amigo y me pidió que le diera otra
oportunidad… le hice caso y así fue. En el fondo no se trataba de darle una
oportunidad para aprobar (dudo de que pueda hacerlo incluso hoy), sino de darle
una oportunidad para poder quererle y sentirse querido. Comencé/comenzamos por
salvar la barrera del idioma con humor y así descubrí que detrás de Ramesh
había una familia rota por un padre alcohólico y una madre dedicada a sacar a
la familia adelante, aunque con ello se olvidara un poco de los pequeños. Me
contó que estuvo trabajando en una fábrica de cuerdas donde además de pagarle
una miseria, el polvo de las hebras del coco se metían hasta los pulmones y lo
hacía insano. “Duré una semana”, me dijo. Me contó sus fechorías con amigos que
no eran, y batallas con enemigos que tampoco lo eran.
El domingo pasado vino su madre.
Se presentó sin avisar, pero le basto un ratito para descubrir que a Ramesh le
estaba pasando algo: estaba feliz. Cuando una madre llora por ver feliz a un
hijo, aunque esté a kilómetros de él, es que hay mucho amor y mucho que
contar detrás de cada lágrima. Nos contó que Ramesh creció viendo a su padre
borracho pegando a la madre por las noches, que el ambiente del pueblo le hizo
trasto, pero que tenía un buen corazón y un alma noble… y se fue no sin antes
animar a su hijo a seguir adelante.
Ramesh sigue con nosotros… y sigue
suspendiendo aunque ya no copia. Es verdad que tiene mucho que cambiar y la
dureza del camino puede que le haga abandonar su vocación… pero si al final se
va de esta casa, por lo menos que se vaya con la sensación de haber sido
querido. Estoy convencido de que lo que nos cambia no son lecciones impartidas desde un estrado o leídas
en un libro, lo que nos cambia, más bien, son las experiencia que tocan lo que
llevamos dentro, lo que somos y lo que amamos … y Ramesh está en ello.
Sed felices
Jorge